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Pirámide, axolote y "crack" en la arquitectura mexicana reciente
Por Susanne Dussel y José Morales Saravia
En Postdata (1969) Octavio Paz afirmaba que no sólo las historias de
los pueblos son simbólicas, sino también sus geografías.
La geografía de México semeja, como si existiese una relación
secreta entre espacio natural y geometría simbólica, a la pirámide:
metáfora geométrica del cosmos que culmina en un espacio magnético
que es su plataforma superior. En ese espacio-santuario aparecen todavía
los viejos dioses y ahí se les ofrece sacrificios. La pirámide asegura
por ellos la continuidad del tiempo humano y cósmico. La pirámide
trunca tiene su explicación constructiva en este hecho.
Paz critica la pirámide, pues ve tras este símbolo la cristalización
del poder en sus formas autoritarias e institucionales. La funesta represión
de la manifestación estudiantil el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de
Tlatelolco (llamada también la Plaza de las Tres Culturas, porque reúne
en su espacio tanto una pirámide azteca como una iglesia colonial y edificios
modernos) es para él una muestra de los aspectos terribles que hacen la
historia mexicana desde el periodo precolombino. Para Paz, la matanza de Tlatelolco
es una manifestación de la "intrahistoria", más un rito
de sacrificio que un hecho histórico.
Cierta o arbitraria esta interpretación, en Postdata Octavio Paz introduce
un elemento que toca inmediatamente lo arquitectónico y se instala repentinamente
dentro de la discusión sobre formas y contenidos identitarios en la arquitectura
mexicana de la primera mitad del siglo XX. Por ello mismo llama fuertemente la
atención que su crítica de la pirámide no haya encontrado
eco entre los arquitectos de esos años. Pues ellos toman precisamente como
paradigma formal constructivo a la pirámide.
La reflexión sobre lo mexicano en la arquitectura tiene larga historia.
Ella se inicia inmediatamente después de la revolución en torno
a temas como la arquitectura neoindigenista o neocolonial y conoce un momento
de auge en las obras de Juan O´Gorman (la biblioteca de Ciudad Universitaria,
1952, cuyas fachadas de mosaicos reproducen la simbología pictórica
precolombina) o Luis Barragán (en cuya casa propia de 1947 juega con el
estilo de la arquitectura colonial). A final de los años sesenta, Ricardo
Legorreta construye el Hotel Camino Real, un edificio con el paradigma geométrico
piramidal y la monumentalidad de la arquitectura prehispánica.
A finales de los sesenta, una nueva generación de arquitectos mexicanos
asume estos principios formales. Tanto Ricardo Legorreta como Teodoro González
de León ponen en práctica extensamente estos planteamientos estéticos
e identitarios. Teodoro González de León - junto con Abraham Zabludowsky
- construye el edificio del Instituto del Fomento a la Vivienda (INFONAVIT) (1973),
el Colegio de México (1974), el Museo Rufino Tamayo (1981). En estas obras
se observa su predilección por el material pétreo. En las entradas
a sus edificios González de León propone escalinatas y volúmenes
exteriores que se remeten y se escalonan creando juegos de sombras y luces que
recuerdan los centros ceremoniales prehispánicos.
El Museo Nacional de Antropología (1964) de Pedro Ramírez Vázquez,
otro miembro de este grupo, es descrito y analizado por Octavio Paz en "Postdata"
desde el arquetipo de la pirámide. Su inmenso patio rectangular, la gran
columna de piedra que sostiene el parasol, recubierta por relieves con los motivos
de la retórica oficial, hacen de este edificio un templo que glorifica
México-Tenochtitlan: "El culto que se propaga entre sus muros es el
mismo que inspira a los libros escolares de historia nacional y a los discursos
de nuestros dirigentes: la pirámide escalonada y la pirámide de
sacrificio."
Juan Villoro cuenta en Materia dispuesta (1996) la historia de Jesús
Guardiola, personaje paródico de los arquitectos que acabamos de mencionar.
Guardiola busca desesperadamente apropiarse de los valores característicos
mexicanos y da, luego de empaparse con teorías sobre el adobe o sobre el
color azul añil, con el símbolo buscado. Su hijo Mauricio describe
el feliz acierto: "Una madrugada [...], mi padre me despertó para
que bajara a ver algo que, a esa hora incierta, se reveló como una gigantesca
equis. Su edificio visto desde arriba. [...] Sólo entendimos el valor trascendental
de esa letra cuando gritó: ¡México se escribe con equis! Esta
exclamación remite a otro texto: "La jaula de la melancolía.
Identidad y metamorfosis del mexicano" (1987) de Roger Bartra. Ahí,
en un encuentro imaginario con Julio Cortázar, Alfonso Reyes exclama: ¡Y
decidí convertirme en axolote porque axolote se escribe con equis! El ensayo
de Bartra demuestra que los discursos sobre la identidad mexicana en el siglo
XX no son sino una de las formas como el Estado mexicano se legitima en su ejercicio
del poder. Bartra llama a esta legitimación el "canon del axolote".
Como el axolote aludido (una larva que se encuentra sólo en los canales
de Xochimilco al Sur de la Ciudad de México, que nunca llega a transformarse
en salamandra), el mexicano es, para el discurso identitario, un ser incompleto.
Constitutivos de este canon son un sentimiento de melancolía frente al
pasado perdido y al presente no dominable, y la idea de metamorfosis. Como el
axolote, el mexicano se transforma, pero no alcanza adultez ni madurez. Bartra
desmonta la problemática identitaria. En ello coincide con Néstor
García Canclini, quien en "Culturas híbridas" (1990) afirma
que en sociedades que sincronizan diferentes tiempos (premodernidad, modernidad
y postmodernidad) las identidades están a disposición y son negociables
en el ámbito social. El tema de la identidad deja de ser patrón
básico orientador de las actividades culturales en México.
¿Existe un parentesco entre la así llamada generación
del "crack" y la más reciente generación de arquitectos
mexicanos? La generación del "crack" (que alude con la ruptura
que Jorge Volpi e Ignacio Padilla, entre otros, intentan realizar con la literatura
del "boom") vuelve a la tradición de una narrativa moderna e
internacional sin importarle más la tarea de aislar un canon que resuma,
en un símbolo, lo mexicano. Si todavía Juan Villoro localiza identitariamente
sus novelas en diferentes barrios de la ciudad de México, ni Volpi ni Padilla
están interesados en la crítica de la identidad particularmente
mexicana, menos aún en la delimitación de espacios y tiempos regionales.
¿Han internalizado también los últimos arquitectos la crítica
de la pirámide propuesta por Octavio Paz?
Un buen ejemplo del "crack" con la generación anterior lo
ofrece el Centro Nacional de las Artes (CNA). Este Centro fue el gran proyecto
del presidente Carlos Salinas de Gortari y debía ser un nuevo ejemplo de
la arquitectura moderna "mexicana". El proyecto general fue hecho por
Ricardo Legorreta y entre los arquitectos de su generación invitados a
participar se encontraba Teodoro González de León. Los restantes
proyectos fueron encargados a jóvenes arquitectos entre los que mencionamos
a TEN Arquitectos (Enrique Norten y Bernardo Gómez Pimienta), el grupo
LBC (Alfonso López Baz y Javier Calleja) y Luis V. Flores.
El proyecto del CNA fue concluido en 1994 y los resultados son elocuentes del
"crack" generacional. Mientras que Legorreta, en el edificio central
y la torre de investigaciones del CNA, y González de León, en el
Conservatorio Nacional de Música, siguieron trabajando sus viejos cánones,
los jóvenes arquitectos rechazaron tanto la aplicación de materiales
"arcaizantes" como el recurso a volúmenes macizos y figuras geométricas
de carácter simbólico mexicano. Enrique Norten, en su Escuela Nacional
de Teatro, ubica su edificio frente a dos grandes arterias del sur de la ciudad
y busca, por medio de una gran cubierta cilíndrica de lámina de
acero acanalada, dialogar con el confuso entorno urbano. En el interior, ésta
cubierta contiene diversos planos y volúmenes tratados en vidrio, piedra,
concreto y madera que le dan unidad y sobriedad. También en la Escuela
Nacional de Danza de Luis V. Flores y en el Teatro de López Baz y Calleja
dominan las estructuras de acero y las membranas de vidrio. No se percibe en estos
edificios la huella de la mano de obra artesanal, tan típica de los edificios
de Legorreta y González de León, sino la perfección de la
producción industrial. Tampoco son edificios macisos y de volúmenes
cerrados, sino que están abiertos a la ciudad.
Por su parte, Alberto Kallach crea - junto con Daniel Alvarez - una obra de
líneas, planos, superficies y estructuras suspendidas y articuladas espacialmente
que se distancia del paradigma de la pirámide. Kallach y Alvarez entienden
su arquitectura como puntos de referencia en el entramado del paisaje urbano.
En 1994 construyen la estación de Metro San Juan de Letrán en el
eje central en pleno centro histórico. Su sobriedad contextualiza este
edificio dentro la arquitectura contemporánea en pleno centro histórico
de la ciudad, resultando una construcción que antepone lo funcional a lo
representativo, lo ético a lo formal, lo histórico a lo "intrahistórico".
La arquitectura de TEN Arquitectos y de Kallach y Alvarez ha sido criticada
en el sentido de que podría estar en cualquier parte del mundo. Sin lugar
a dudas, su obra ha tomado distancia crítica frente al paradigma de la
pirámide y le ha perdido miedo al presente. Ella está dejando de
ser "axolote".
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